Atrium Carceri - Ptahil

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yemeth
Me dijeron que todo sería mucho más fácil.

Hace varios días empecé a ser capaz de verlos. Demasiados cabos sueltos confluyendo en un mismo lugar. Y cuando al fin descubrí el patrón en sus movimientos no pude cerrar los ojos de nuevo. Ya no supe volver a ignorar a las sombras cuando se abalanzaban sobre alguno de mis semejantes. Aunque lo intenté, vaya si lo intenté. Vergüenza, asco, pero lo intenté, no tengo ya forma de ocultar eso. Ahora sé que era imposible esconderme, y que lo que ellos esperaban, era precisamente que yo pretendiera huir. Eso hacía aún más evidente para todos mi patetismo, y sobre todo me lo estaría dejando claro a mí mismo. Y así devorarme resultaría fácil, mucho más fácil.

Las personas que ellos buscan tienen aspecto débil. Son de esas que arrastran los pies, que ya ni siquiera saben disimular que llevan el alma arrastrando, como un apéndice molesto del que no se les ocurre cómo deshacerse. Ese sudor a humanidad excesiva, esa peste a carne quemada. El deseo de ser metal y de beber combustible como aparentan los demás, sin conseguirlo. Sólo más corrosión, en la mirada perdida el fantasma condenado a seguir percibiendo continúa ahí. El rostro demacrado y la delgadez enfermiza, la carne muerta que se derrama a borbotones. Todo eso les delata.

Sé cuándo van a llevárselos, porque las sombras empiezan a prestarles atención, mucha más que al resto. En el aire impactan coros de susurros, y mientras la víctima camina desorientada alargan los dedos para comprobar su temperatura. Hay también miradas cómplices, y medias sonrisas, en algunos rostros que se cruzan en los pasillos subterráneos. Nunca he visto cómo desgarran el suelo y las paredes, pero sé que mañana algunos ya no estarán aquí, y que sólo permanecerá unas pocas horas el rastro de la sangre. En los dominios de Perséfone las garras acechan. En los rincones cuyos ángulos nadie se molesta en explorar, en los andenes silenciosos tras la partida de un tren. Dispuestos a raptar a los humanos que se pierden en ese hueco que separa los vagones de carne que los transportan hacia su vida diaria.

Se relamen al cruzarse conmigo. Creo que sólo se dejan ver cuando es demasiado tarde, cuando ya estás tocando fondo. Entonces fue cuando noté cómo sus hocicos empezaban a reconocerme. Me permitieron intuir cómo me harían desaparecer, dejándome ver cómo se acercaban a los otros. Una mañana, las sombras alrededor de una de sus víctimas, entendí que ya se había rendido, y que acabaría por darles la bienvenida. Pensé que yo también acabaría por aceptarlo, que me rendiría a ellos, y eso me aterrorizaba. Nunca tuve madera de mesías, y sería incapaz de llevar a cabo una resistencia heróica ante el inmenso Mal que todo aquello parecía. Mi educación cristiana me hacía sentir culpable, como si fuera para ese tipo de resistencia para lo que en realidad me habían preparado, como si en eso consistiera la parte importante de toda aquella mierda sobre el dios salvaje y ese Cristo perfecto con los dientes tan blancos que se sacrificaba por todos, y yo era incapaz, o quizá es que aquellas sombras en realidad servían al cruel dios al que debía resistirme, siempre atrapados bajo su mirada. Había perdido el sentido de la orientación por completo. Sentía ganas de correr y gritar y golpear al guardia de seguridad una y otra vez y creo que hice que sangrara, y tuve las manos húmedas y rojas durante mucho tiempo, y sólo quería que alguien me encerrase y me protegiese.

Pero no había malicia en las miradas de quienes me arrastraban al abismo. Me dejaron enfocar la vista, y encontré una extraña promesa en sus ojos. Quizá implicaba sacrificar también al resto, sí, pero, ¿qué mas da?. Mírame a los ojos, mírame por favor mientras arranco la piel de tu maldita cara, comprende la Nueva Esperanza en mi mirada mientras aún te queden ojos, aprende a sonreir antes de que me trague tus labios. No grites cuando mis uñas te cierren los ojos, ven, sueña con nosotros.




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